Ir al contenido principal

No todas las pasiones mueven montañas, algunas mueven libros...

La gitanilla que se acerca a nuestra mesa y nos amenaza con cantarnos una copla si no le damos limosna (y ya la hemos escuchado martirizar a los de la mesa de al lado que para callarla tuvieron que buscarse en los bolsillos) no sabe que el hombre que le alcanza una moneda acaba de regresar de New York, donde ha residido un año gestionando el traslado de la librería de Eliseo Torres, un millón de volúmenes que aquel emigrante español logró acumular en un edificio de ladrillo rojo del Bronx, y que ahora, después de surcar el Atlántico, ha ocupado una nave industrial a las afueras de Sevilla. 

El hombre se llama Abelardo Linares y es librero de viejo desde algún día de principios de los 70 en que, para ganarse unas pesetas con que seguir comprando las primeras ediciones de autores raros que coleccionaba, decidió instalar, con los que tenía repetidos, un puesto de libros en El Rastro. Según las informaciones que se cuecen entre los de la profesión, ha invertido un millón de dólares en la operación de compra de la Librería de Eliseo Torres (aunque él, cuando se le menciona esta cifra, se limita a sonreír como lo haría quien se ufana de que los demás le crean capaz de una proeza o una locura).

Pero esta historia no debe comenzar ni en esta calurosa tarde de la urgente primavera sevillana, ni en esta terraza del barrio de Santa Cruz en la que fragmentamos la conversación por culpa de los mendigos que pasan cada cinco minutos con sus amenazas de cante bronco.

 Hemos de remontarnos a los años 40, cuando un gallego apellidado Torres, huyendo de la posguerra, se instala en Manhattan donde decide montar una pequeña librería. En aquella época el censo de librerías hispánicas de New York superaba la pobreza actual que se limita a dos establecimientos de la calle 14. Eliseo Torres no sólo supo mantener incólume esa primera librería sino que además fue comprando las que quebraban. En la década del 50 el libro español no era mal negocio en Norteamérica, porque las Universidades, en vez de pedirlo a distribuidoras españolas, se agenciaban a un intermediario, y el más solicitado de éstos era naturalmente Eliseo Torres que, librería tras librería, se fue haciendo con tal cúmulo que tuvo que comprarse un edificio en el Bronx donde albergar el impresionante bosque que le había ido creciendo. Su obsesión por los libros llegó a enfermarle, y entre las anécdotas que cuentan quienes le conocieron destaca aquella que lo sitúa, sábados y domingos, solo en el edificio del Bronx, defendiéndose del frío en el interior de su abrigo (los fines de semana no se encendía la calefacción) y paseándose por los interminables pasillos de las cuatro plantas de su librería, repasando los lomos de los volúmenes, aboliendo el tiempo al recorrer los kilómetros de estanterías que conformaban su reino.


Abelardo Linares reconoce que cuando oyó esta anécdota no pudo evitar pensar que Eliseo Torres, sencillamente, había enloquecido, pero lo cierto es que pocas semanas después de instalarse en New York para gestionar el traslado del millón de volúmenes, también él se encerró en el edificio, también se dedicó a pasear todos los pisos, mirar los libros, abolir el tiempo. Eso sí, tomaba la precaución de mantener encendida la calefacción.

Los dos libreros se conocieron a principios del 92. Abelardo Linares, experto viajero en pos de bibliotecas recónditas y atiborradas de primeras ediciones de olvidados autores españoles de este siglo que luego aparecen en sus catálogos a precios que les restituyen la dignidad, ya había oído hablar de la librería del Bronx, así que, aprovechando una estancia en New York, tomó el metro y, poniendo cuidado en no pasarse una parada (porque en el Bronx pasarse una parada puede ser perjudicial para la salud), se presentó allí, le compró unos mil volúmenes a Eliseo Torres y recibió de éste una reprimenda, porque a Eliseo Torres no le gustaba vender libros. Se había convertido en un coleccionista al que la venta de sus tesoros le humillaba. Así que cuando Abelardo Linares desapareció, Eliseo Torres le ordenó a sus empleados que si aquel tipo volvía por allí no se le abriera la puerta.
Pero aquel tipo volvió. El librero vuelve siempre al lugar del hallazgo. Ya no estaba Eliseo Torres para gruñirle su enojo. Había fallecido hacía poco, y la familia pretendía desentenderse de aquel caserón de ventanas permanentemente cerradas, sin letrero que lo identificara y atmósfera evocadora de las cárceles piranesianas, con extrañas mazmorras repletas de letra impresa, perspectivas de metros y metros de plúteos hasta el techo, olor ubicuo a papel viejo y ese cálculo tan mareante que elevaba al millón la cifra de volúmenes que allí se custodiaban. Abelardo Linares hizo cuentas. Negoció con la viuda de don Eliseo. Y al final acordaron el traspaso. El librero sevillano compraría la librería de Eliseo Torres. Permanecería un año en New York gestionando el traslado y tratando de vender lo que pudiera para acortar la cifra de volúmenes que tendría que llevarse. Después, o sea, ahora, cuando concluyese esa gestión y el bosque de Eliseo Torres encontrase nueva ubicación a las afueras de Sevilla, abriría una pequeña librería en Manhattan, como aquella con la que se inició la aventura del librero gallego.

Si desde luego Eliseo Torres es un personaje de novela, las memorias de Abelardo Linares, si llega a acometerlas, tampoco tendrán desperdicio. Tantas compras de bibliotecas, tantas anécdotas vividas, tantos personajes enfermizos y obsesionados, no podrían sino deparar un libro delicioso y seguramente muy triste, lleno de esas miserias que tanto humillan si se sufren pero tan bien quedan si las vemos reflejadas en un libro. Ahora, ese hombre que se estrenó como librero vendiendo los libros que le aburrían para comprar tomos de olvidados escritores a los que los prejuicios y las dioptrías progres impedían rescatar (Miguel Villalonga, Wenceslao Fernández Flórez, Foxá, Sánchez Mazas, Camba, Ruano) atesora una de las más espléndidas colecciones de literatura española de este siglo. Encontrar algún hueco en su biblioteca particular es un logro al alcance de muy pocos. Su colección de literatura española del XX es mucho más amplia que la propia literatura española del XX. Es sin duda el librero de viejo más importante de este país (tiene siete empleados: casi una multinacional). Produce catálogos con la misma asiduidad que la televisión pestiños. Valora en 90.000 pesetas la edición de Primavera Portátil, el libro del raro poeta vanguardista Adriano del Valle. En 250.000 está el Romancero Gitano de Lorca. En 60.000 el libro inaugural de Bergamín. Si se le pregunta por sus precios (pues él es el culpable de que las ediciones del 27 hayan alcanzado hoy precios astronómicos) contestará que en el mercado inglés una primera edición de Tarzán cuesta varios miles de dólares, lo cual no ayudará a compadecernos. Y, para no reprimirse acerca de sus colegas, añadirá: "En España lo que falta es un poco de profesionalidad, aquí se valora poco el detalle, el estado del ejemplar, la rareza. Extrañamente se quiere ir a una especie de precio estándard, cuando el precio de venta de un libro debe estar de acuerdo con el precio de compra. Depende de cuántos ejemplares tenga yo de un volumen le pondré un precio u otro. A la mayoría de libreros de aquí lo único que les interesa es saber por cuánto puede vender un libro. No les interesa para nada cuánto deberían pagar por él. En el fondo compran como si no supieran nada (de ahí que al comprar algo de Gómez de la Serna es frecuente ver al librero tratando de darle coba a quien le vende la mercancía, diciéndole que eso no vale mucho, que se ve por todas partes y que Ramón está depreciado en el mercado), y luego venden como si supieran más que nadie (de ahí que sea frecuente ver en los catálogos de algunos libreros primeras ediciones de Ramón, nada raras, a precios de tesoro inencontrable)".

¿Y cómo se han tomado los demás libreros españoles la operación "Elíseo Torres"? Abelardo baja la voz para decir: "Yo pensé que a los demás libreros les iba a convenir una compra de este tipo, que me visitarían en New York para esquilmarme la biblioteca de Elíseo Torres, pero salvo un par de amigos, por allí no apareció nadie. Ellos se lo perdieron. Eso sí, no perdieron el tiempo a la hora de entregarse a la rumorología. Que si me había gastado un millón de dólares, que si ese dinero me lo había prestado la mismísima Carmen Romero, que si yo era el librero del Presidente del Gobierno y que por eso, que si los bancos no me cobrarían intereses. En fin, todo muy divertido".
Pero en realidad, esta historia no debería haber comenzado en una tarde de la primavera sevillana ya casi degenerada en verano calcinante, ni en el Manhattan de los 40, ni en el año 92 cuando los dos libreros se conocen, ni siquiera en el 94 cuando Abelardo decide comprar la biblioteca del difunto Eliseo, ni aún en el 95 cuando Abelardo gestiona el traslado del millón de libros. Esta historia debe comenzar cuando contactes con él para pedirle el libro que andas buscando y que seguro él tiene

Comentarios

Francesc Puigcarbó ha dicho que…
Curiós personatge dins uns historia molt interessant, del que no en sabia res. El llibreter de vell passejant sense calefacció el cap de setmana per les quatre plantes a la seva llibreria em remet al cementiri dels llibres oblidats de Zafón.

Salut

Gemma ha dicho que…
Vaig pensar que t,agradaria.

Salut.

Tot Barcelona ha dicho que…
Biblioteca que ya no existe. En su lugar hay un sótano lleno de prendas de Zara, tal como suena.
Gemma ha dicho que…
Pues no lo sé si no existe creo que está en un polígono industrial de Sevilla, pero no lo sé certeramente, Miquel. Pero si, enel barrio de santa Cruz ya no está.

Si te enteras ya me dirás porque tengo curiosidad.

Besos
D.F. ha dicho que…
El libro tiende a ser un objeto de consumo, yo, por ejemplo, conservo como oro en paño un Libro Rojo de Mao, la primera edición en castellano que se hizo en China y que compre cuando estuve allí, Un misal en frances y latin de 1896 y algunas cosas más. Nunca me he desprendido de ningún libro y creo que no lo haré nunca, para mi es algo magico y que no puede ser sustituido por le electronico...

Un saludo
Gemma ha dicho que…
No creo que lo electrónico pueda sustituir el papel, yo por ejemplo todavía soy de las que mando postales por correo ordinario y me carteo con mis parientes de fuera, no hay mail que iguale el placer de abrir una carta de leerla y de guardarla, creo que el contexto se modifica desde el momento en que coges un papel y te pones a escribir, no es lo mismo que apretar unas teclas, al escribir manualmente estás poniendo algo muy personal aparte del pensamiento. Yo tengo Gog y el libro negro de Giovanni Papini, el rojo de Mao es uno de los más vendidos pero sólo me he leído de él algunas citas. Guardo como paño en oro la biblioteca de mi abuelo, donde dejó a muchos clásicos ingleses y españoles aparte de maravillosos libros de la marina mercante y muchos de poesía que compartíamos. Mi abuela leía mucho en francés, y comprábamos libros en el rastro de parís para mantener viva la lengua francesa en casa, empecé con cuentos, el primero se titulaba Jeannot Lapin, era de un conejo y con el tiempo acabé leyendo Dr. Jeckyll y Mr.Hyde en francés. De latín mi padre, yo lo justo para aprobar, pero me gusta, y en Roma me compré un misal en italiano y un libro de oraciones también en italiano porque me "enamoré" de un cura en la Catedral de San Pedro, que dudo que fuese italiano, tenía pinta de alemán o austriaco pero estaba rezando junto a otros curas en italiano y esa visión me cautivó, desde entonces me aprendí el Padrenuestro en italiano.

Un saludo