Era un día muy frío del mes de noviembre. El invierno asaltó al otoño de repente y se lo quitó todo con una nevada y una fuerte ventisca; en pocas horas, los ocres, los calderos, los burdeos, la intensa gama de amarillos, los verdes de agonizante clorofila y todos los tostados volaron violentamente por encima del paisaje mientras la nieve cuajaba las ramas de los árboles desnudos y blanqueaba la espesa hierba enraizada al duro suelo. Ningún animal de sangre caliente se cruzó en el acosado paisaje, todos parecían haber abarruntado el inminente asalto de las crudas manos del invierno y sus inhumanas exalaciones. Por la mañana, tras su imperante e inquisidora conquista, el cielo invernal sonreía relajado con sus dorados rayos transparentes exaltando el azul ceniciento. Silencioso, apacible e impecable el aire se filtraba gélidamente en nuestros cuerpos acelerando nuestras piernas con brío juvenil hasta la pronunciada pared de piedra caliza. Nos pusimos los arneses...